martes, 26 de mayo de 2009

Mientras llega la amnesia

Qué alivio cuando se puede decir de ciertas cosas "ya no me importa". Sin embargo, cuánto duele mientras se hace cierto.

Cuando una amiga llora desconsolada por lo que ha llegado a su fin, no hay corazón -o agallas- para decirle que no importa cuán buena haya sido esa historia, un día revisará algunos de sus capítulos, y al reeleerlos se sentirá como anestesiada. Adormecida. Como ese pedacito de piel que el buen amante sabe que no debe tocar aún por segunda vez.

Una sabe que llegará el momento en el que ya no recuerde ese aniversario. Que llegará la mañana en la que el primer pensamiento no sea el mismo de los últimos amaneceres. Que tropezará con la hora en la que descubrirá que no ha llorado en la ducha, ni en el carro, ni escondida tras el monitor. Y que una noche antes de dormir se sorprenderá con el cachete en la almohada de que ni un sólo detalle del día le trajo algún recuerdo. Una sabe que un día de estos querrá evocar su olor y no será capaz.

Una tiene la certeza de que llegará la noche en la que hablando de todo lo que ya hemos hablando alguna vez, ella por fin dirá con franqueza y no con el disfraz del orgullo, que ya no le importa. Y lo dirá de veras. Una sabe que la amnesia llegará.

Una sabe todo eso y más, pero no sirve de nada.

lunes, 25 de mayo de 2009

Diálogo de sordos

Y de repente entraron todos al vagón. Dos, tres, cuatro, cinco, seis, creo que siete. Unos discutiendo, otros jugando entre sí, todos con los ojos muy abiertos. Las cabezas se movían sin descanso, lo importante era verse de frente.
Al mismo tiempo, la manos de unos tecleando sobre los hombros de otros iniciaban nuevas conversaciones.
A través del reflejo de las ventanas del metro el de la camisa naranja intentaba ponerse al tanto, pues aunque venía con ellos parecía haberse quedado atrás en el tema. Igual que yo, que aunque no andaba con ellos y por supuesto nada de lo que se dijeran era de mi incumbencia, estaba sentada allí en el medio, muerta de curiosidad. Ese vicio que nos lleva a algunos, así sea en el caos de un transporte público, a querer saber algo de la vida de otros, a llevarnos un cuadro -o dos si es posible- de la película de unos completos desconocidos.
Todos estaban pendientes de lo que todos contaban, y yo allí, en el medio queriendo entender porqué se agitaban, reían, asentían o negaban, seguía sin enterarme de nada. Sus manos se movían a una velocidad vertiginosa, con la misma aceleración que aumentaba mi deseo de saber.

Para colmo, el de la camisa naranja sonreía con la satisfacción de quien agarra el hilo y seguía descaradamente la conversación con la mirada.

Las puertas abiertas en la estación Plaza Venezuela marcaban el fin del recorrido para algunos, que se despedían del resto con sonrisas en las manos. Ni una palabra salió de sus bocas, pero yo quedé aturdida. Y por supuesto, sin enterarme de nada.

sábado, 23 de mayo de 2009

Mea culpa a las cuatro de la tarde

Escribir solía ser para mí la mejor manera de gritar. Porque las mujeres, aunque sea por dentro, gritamos de dolor, de alegría y de furia, todo con la misma intensidad.
De pequeña me encantaba escribir a cualquier hora, pero sobre todo en las noches. Adoro la calidez del sol y la energía que me dan los días azules, por eso precisamente la noche me sirve de fondo para concentrarme en hacer lo que más me gusta. Las estrellas no me distraen, y menos en esta puta ciudad donde es casi imposible verlas.
Escribía con lápiz y papel. Escribía también poemas, que nunca sabré si realmente fueron tan terribles como yo creía porque ese día me deshice de todos. Y las musas debieron maldecirme (o tal vez hicieron una fiesta para celebrar mi decisión, quién sabe) porque desde ese entonces, nunca más escribí en verso.
Escribir era para mí relajarme, desahogarme, y también una manera de reflexionar sobre mi vida. Pensar cada frase me hacía situarme desde otra perspectiva frente a aquello que me inquietaba.
Tanto me gusta escribir que estudié periodismo. Y tuve tanto que hacer entre la universidad y el trabajo que nunca más tuve tiempo de sentarme otra vez con el lápiz y el papel.
Ahora es al trabajo y a formar un hogar a los que acuso de robarme el tiempo. Lo que me pregunto hoy es cómo puedo darle forma a una vida si no hago con frecuencia lo que más me gusta.
Culpable. Culpable me confieso y sin derecho a otra muestra de arrepentimiento que no sea empezar desde hoy.
Aquí voy. No pensaré en todas las palabras que ya no me pertenecen porque las pasé de largo, les salté por encima o les di un pisotón. Tengo que pensar en palabras nuevas, sacarles el papel celofán con mucho cuidado, percibir su olor de estreno y colocarlas con delicadeza en donde mejor pueda.
También tengo que quitarle el polvo a las que guardo en el maletero de las cosas que me encantan pero que siempre dejo para después.
Aquí voy. Qué vértigo.