miércoles, 17 de noviembre de 2010

De cómo llegaron a mi vida para no marcharse

Conocí a E. el día en que con su poncho naranja y negro, se acercó a mí en el frío y oscuro patio del colegio. Había llovido y yo estaba sentada en un rincón de ese horrible patio, y me dijo "¿Por qué estás sola? ¿no tienes amiguitas? Ven a jugar conmigo". Ese día teníamos 4 años. Hoy tenemos 33 y su mano sigue abierta para mí.

B y yo nos juntamos porque las dos habíamos quedado huérfanas de amigas ese año. Ella me caía bien porque era divertida y no le gustaba meterse con nadie. Después descubrí lo generosa que era, y que a la vez tenía un carácter endemoniado, casi como el mío (tal vez un poco más ácido, si cabe). Y en algún momento, bien cercano, comencé a tener la certeza que hoy sigo teniendo: que ella haría lo que fuera por mi, y yo por ella.

A. tuvo la culpa de que G y yo nos hiciéramos amigas. Él y su manía de quitarse la camisa del colegio y quedar en franela ovejita mientras jugaba volibol en la cancha del colegio. Eso estaba hecho para subir nuestra temperatura de adolescentes a 40 grados. "Ay qué calor, ay qué calor..." Eso fue lo que estuvimos cantando todo ese recreo. Y nos reímos, y nos reímos, y nos reímos. Su risa era cálida, sincera, generosa e inteligente, tal como ella. Nos reímos tanto que tengo su risa metida en el corazón y sigue sonando como el primer día.

E y yo nos encontramos gracias a nuestra inteligencia. Las dos queremos ser tan inteligente como es la otra. E. no sospecha que ella saldría perdiendo, pero es algo que nunca le diré. El día que nos vi haciendo a la perfección y de manera espontánea la mímica de una canción (bueno fueron varias, el tequila tuvo la culpa) de Alejandro Sanz, sólo con mirarnos a los ojos, entendí que ella, además de no abandonarme nunca, siempre me entendería aún sin mover los labios.

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