sábado, 23 de mayo de 2009

Mea culpa a las cuatro de la tarde

Escribir solía ser para mí la mejor manera de gritar. Porque las mujeres, aunque sea por dentro, gritamos de dolor, de alegría y de furia, todo con la misma intensidad.
De pequeña me encantaba escribir a cualquier hora, pero sobre todo en las noches. Adoro la calidez del sol y la energía que me dan los días azules, por eso precisamente la noche me sirve de fondo para concentrarme en hacer lo que más me gusta. Las estrellas no me distraen, y menos en esta puta ciudad donde es casi imposible verlas.
Escribía con lápiz y papel. Escribía también poemas, que nunca sabré si realmente fueron tan terribles como yo creía porque ese día me deshice de todos. Y las musas debieron maldecirme (o tal vez hicieron una fiesta para celebrar mi decisión, quién sabe) porque desde ese entonces, nunca más escribí en verso.
Escribir era para mí relajarme, desahogarme, y también una manera de reflexionar sobre mi vida. Pensar cada frase me hacía situarme desde otra perspectiva frente a aquello que me inquietaba.
Tanto me gusta escribir que estudié periodismo. Y tuve tanto que hacer entre la universidad y el trabajo que nunca más tuve tiempo de sentarme otra vez con el lápiz y el papel.
Ahora es al trabajo y a formar un hogar a los que acuso de robarme el tiempo. Lo que me pregunto hoy es cómo puedo darle forma a una vida si no hago con frecuencia lo que más me gusta.
Culpable. Culpable me confieso y sin derecho a otra muestra de arrepentimiento que no sea empezar desde hoy.
Aquí voy. No pensaré en todas las palabras que ya no me pertenecen porque las pasé de largo, les salté por encima o les di un pisotón. Tengo que pensar en palabras nuevas, sacarles el papel celofán con mucho cuidado, percibir su olor de estreno y colocarlas con delicadeza en donde mejor pueda.
También tengo que quitarle el polvo a las que guardo en el maletero de las cosas que me encantan pero que siempre dejo para después.
Aquí voy. Qué vértigo.

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